domingo, 30 de abril de 2017

Domingo de homenaje, en 1900


El escenario del Teatro de los jardines durante el banquete celebrado en honor de Blasco Ibáñez.  
Foto: C. Franzen. Madrid, 9 de diciembre de 1900. 
EL BANQUETE EN HONOR A BLASCO IBÁÑEZ

por  Alfredo OPISSO

Él domingo, 9 del corriente, tuvo efecto en los Jardines del Retiro el banquete que en honor al insigne escritor D. Vicente Blasco Ibáñez organizaron sus amigos y admiradores para celebrar el brillante éxito alcanzado por su última novela Entre naranjos, digna hermana de La Flor de Mayo La Barraca.
Vicente Blasco Ibáñez en el año 1900

Con decir que el local estaba decorado bajo la dirección de Benlliure y Sorolla queda hecho su mayor elogio. Las mesas estaban colocadas en el patio del Teatro; las galerías altas estaban adornadas con banderas valencianas que en la parte media formaban un magnífico pabellón rodeando el escudo de España y en el escenario aparecía reproducida una de las descripciones hechas por Blasco Ibáñez de escenas de la vida rural valenciana: dos casitas, la una con el típico emparrado y la otra una barraca fielmente copiada del natural, ambas entre naranjos, mientras dos parejas con sus correspondientes tamborilero, dulzainero, banda de guitarras y charanga animaban la fiesta. Así las parejas como dos llauraors que cantaron la jota y varias albaes vestían el traje del país.
La distinguida concurrencia, compuesta de paisanos del eminente escritor; periodistas, compañeros del valiente director de El Pueblo, y literatos admiradores del gran novelista, en número de doscientas personas, tomó asiento en torno de seis largas mesas, ocupando el sitio de honor Blasco Ibáñez, que tenía á su derecha á una preciosa niña de ocho ó nueve años, hija del artista valenciano Simó, y á ambos lados los hermanos Benlliure, Sorolla y los representantes americanos.
El menú se componía de platos típicos del país, luciendo sus habilidades durante la comida los dulzaineros, guitarristas y demás.

El escenario del Teatro del Retiro, convertido en paisaje de la huerta valenciana.
Foto: Calvet y Amador. Madrid, 9 de diciembre de 1900

Amalio Jimeno en el año 1906
  (1852–1936)

Al descorcharse el champagne, levantóse el brillante orador y catedrático de medicina D. Amalio Jimeno para cumplir el encargo que se le había conferido de saludar y felicitar á Blasco Ibáñez, lo cual hizo en un admirable discurso, tan sentido como oportuno , encareciendo la constancia y laboriosidad de Blasco, que le han llevado á conquistar la fama de que hoy goza en toda España.
Muy conmovido el ilustre autor á quien se festejaba, contestó agradeciendo profundamente el espléndido agasajo con que se le obsequiaba y que consideraba como elocuente manifestación de amor al Arte.
El Sr. Blasco Ibáñez, de cuya personalidad es difícil separar al artista del político dio muestras de finísima discreción al dirigirse á un auditorio en que figuraban hombres de todas las opiniones.
Al final del banquete llegó el Sr. Pérez Galdós, que abrazó con efusión á su digno amigo y compañero, en medio del mayor entusiasmo de la concurrencia.

La fiesta terminó con el disparo de una gran traca, que medía 500 metros y daba tres vueltas á los paseos circulares que rodean el kiosko de la música.
Figuraban entre los comensales los músicos Bretón, Chapí y Serrano; Sorolla y Mariano Benlliure; Sánchez Pérez, Laserna, Villegas, Arimón, López Allué; Celio Lucio, Alvarez y Paso; Palomero, Lustonó y Manrique de Lara; Lope Silva; Ramiro Maeztu; Cavia, Nakens, Lerroux, López Ballesteros, Moróte, Loma, Ovejero, Moya, Ortega Munilla, Francos Rodríguez, Kasabal; Canalejas, Capdepon, Aguilera, Gutiérrez Más, Mencheta, Herrero, Ruiz Jiménez, Morayta y casi toda la minoría republicana; Salmerón y García, Menéndez Pallares, Cánovas, Martos, Prieto y Caules, Pulido, Sánchez Ortiz (D.Gerardo), Muro Azcárate, etc., etc. No se dirá que la cantidad perjudicasen nada la calidad, pues más que difícil hubiera sido reunir á tantas y tan ilustres personalidades para un acto cualquiera.

Grupo de comensales
Foto: Calvet y Amador. Madrid, 9 de diciembre de 1900

A la lista de notables personalidades que asistieron al banquete y quedan enumeradas, aunque no todas, más arriba, hay que añadir las que, por diversos motivos, no pudieron concurrir y enviaron expresivas cartas ó telegramas de adhesión. Citemos entre otros á los ilustres Pérez Galdós, Picón y Llórente. «La cariñosísima, paternal epístola de D. Teodoro, -  dice Roberto Castrovido,- en la que recuerda con legítimo orgullo haber sido el primero que adivinó en Blasco Ibáñez un gran novelista, fue objeto de una grande ovación que demostró la admiración que en este Madrid, tachado un tanto gratuitamente de ligero, se rinde al respetable patriarca de las letras valencianas.»

Homenaje a V. Blasco Ibáñez en El Retiro de Madrid, 9 de diciembre 1900

Homenaje a V. Blasco Ibáñez con la participación de B. Pérez Galdós, en El Retiro de Madrid, 9 de diciembre 1900

La verdad sea dicha no era muy difícil la adivinanza para cuantos teníamos el placer y el honor de conocer algo íntimamente á Blasco Ibáñez. De ahí que cuando publicó la Flor de Mayo hubiese quienes no se aviniesen á considerar aquello como una revelación; no era más que otro paso en la senda recorrida desde que Blasco Ibáñez comenzó á escribir. Porque todo lo que ha escrito Blasco revela aquel poderoso talento, aquella vasta ilustración y aquel brío que constituyen su inconfundible y gloriosa personalidad.
Porque no es solamente en la novela donde Blasco Ibáñez ocupa un lugar entre los primeros sino también en la historia. Su grande obra sobre la Revolución Española es suficiente por sí sola á labrar una reputación y no precisamente por su vibrante estilo y la valiente libertad con que se narran y aprecian los hechos sino aun por la abundancia de datos y noticias, la maestría de la composición y la multitud de nuevos puntos de vista que contiene.  Allí está ya el Blasco Ibáñez observador, sagaz y elocuentísimo de las novelas posteriores, que en suma son verdaderas historias novelescas. Por lo mismo entienden muy mal los que suponen que Blasco adelantó mucho en sus viajes al extranjero. No le eran menester para ser lo que es, sin negar que pueden haber contribuido más ó menos al desarrollo de algunas de sus facultades.
IRIS se honró en asociarse al homenaje tributado al gran novelista y al amigo queridísimo, estando representado por nuestro redactor D. J. F. Sanmartín y Aguirre.

El artículo fue publicado por la revista semanal ilustrada IRIS de Barcelona, el 22 de diciembre de 1900. 

jueves, 27 de abril de 2017

Recordando a Sonnica la cortesana

«Sonnica la cortesana», Editorial Prometeo, Valencia. 1923. Ilustrador: Enrique Ochoa

Vicente Blasco Ibáñez escribió su novela «Sonnica la cortesana» entre julio y septiembre de 1901, en la Playa de la Malvarrosa; la definia como la novela “sobre Sagunto y su desesperada resistencia”.
La primera edición del libro se publico en aquel mismo año, por F. Sempere y Ca. Editores de Valencia.

Sonnica la cortesana - primera edición, 1901.
 F. Sempere y Ca. Editores. Valencia

Muchos años más tarde, en 1923, cuando Blasco se había convertido en el más exitoso escritor español de su época a nivel internacional, y era un famoso personaje del mundo cinematográfico de Hollywood, se publicaba en Prometeo de Valencia una nueva edición de «Sonnica la cortesana», con un prologo donde el autor confesaba como nació aquella obra:

AL LECTOR
por VICENTE BLASCO IBÁÑEZ


V. Blasco Ibáñez en su chalet de la Malvarrosa.
Esta obra la escribí en 1901, para completar con ella la serie de mis novelas que tienen por escenario la tierra valenciana.
Había publicado ya Arroz y tartana, Flor de Mayo, La barraca y Entre naranjos, que son la novela de la vida en la ciudad, de la vida en el mar, de la vida en la huerta y de la vida en los naranjales. Tenía entonces el proyecto de escribir Cañas y barro, y para ello estudiaba la existencia de los habitantes del lago de la Albufera. Pero antes de producir esta última obra sentí la imperiosa necesidad de resucitar el episodio más heroico de la historia de Valencia, sumiéndome para ello en el pasado, hasta llegar á los primeros albores de la vida nacional. Y abandonando la novela de costumbres contemporáneas, la descripción de lo que podía ver directamente con mis ojos, produje una obra de reconstrucción arqueológica más ó menos fiel, una novela de remotas evocaciones.


Con esto realicé un deseo de mi adolescencia, cuando empezaba á sentir las primeras tentaciones de la creación novelesca.
Siendo estudiante, en vez de entrar en la Universidad huía de ella las más de las mañanas para vagar por los campos ó por la orilla mediterránea, encontrando á esto mayor seducción que al conocimiento de las verdades muchas veces discutibles del Derecho. Al caminar por los senderos de la huerta valenciana se ve siempre en el horizonte, por encima de las arboledas, una colina roja que es la estribación más avanzada, de la sierra de Espadán, el último peldaño de las montañas que se escalonan en descenso hasta el mar. Sobre su cumbre, como amarillentas y sutiles pinceladas, se columbran los muros de un vasto castillo. Allí está Sagunto.

Vista del Castillo de Sagunto "desde las eminentes troneras del “Eco”. Al fondo limita la fortaleza sobre las últimas estribaciones de la Sierra de Espadán.
Año 1905. Fotógrafos: Hoyos y Lita

Vicente Blasco Ibáñez en la Malvarrosa. 

También al vagar por la playa, ante la llanura del Mediterráneo, azul á unas horas, verde á otras ó de color violeta, pensaba en todos los personajes interesantes que dominaron este mar, saltando sobre él en sus caballos de leño, desde los navegantes homéricos hasta los corsarios cristianos y los piratas berberiscos que sostuvieron una guerra milenaria.
Y muchas veces me dije, con mi entusiasmo de novelista aprendiz, que algún día, escribiría dos novelas: una sobre Sagunto y su desesperada resistencia; otra que tendría por héroe al Mediterráneo. Esta última novela tardé muchos años en producirla, y es Mare nostrum.
Mi novela de Sagunto nació antes.
Tal era mi deseo de hacerla, que, como ya he dicho, interrumpí mis novelas valencianas contemporáneas para que pasase delante de Cañas y barro.

Al poco tiempo de haber empezado á escribir SONNICA LA CORTESANA casi me arrepentí de este trabajo. Tuve que realizar vastos y monótonos estudios para no desistir de mi empeño.
Casi siempre, en libros de esta clase, el éxito responde con parquedad á las grandes labores preparatorias que exigen. Necesité rehacer mis estudios latinos del bachillerato para leer algunas obras antiguas que tratan de la heroica resistencia de Sagunto y su destrucción.
Detalles de las ruinas del Teatro Romano y cumbres de la montaña donde está emplazado el Castillo.  
Año 1905. Fotógrafos: Hoyos y Lita
Una calle de Sagunto, por la cual se sube al Castillo.  Año 1905. Fotógrafos: Hoyos y Lita
Subida al  Castillo de Sagunto.  Año 1905. Fotógrafos: Hoyos y Lita

Al llegar aquí considero necesario hacer dos manifestaciones.
Siempre ha existido una crítica ligera, que juzga los libros muchas veces sin leerlos y emite sin embargo su juicio con la gravedad del que da una sentencia irrevocable. Á esta crítica le basta una semejanza de títulos ó una identidad de ambiente entre dos novelas, para declarar que la una procede de la otra, aunque examinadas por alguien que verdaderamente las ha leído no presenten ningún parentesco común.
Como en SÓNNICA LA CORTESANA uno de los personajes principales, tal vez el de mayor relieve, es Hannibal, y se habla de la llamada «guerra inexorable» que Cartago sostuvo con sus mercenarios, algunos, cuando apareció la presente novela, hicieron alusiones (pero con timidez) á Salambó, la obra inmortal de Flaubert.

Únicos restos que se conservan de la muralla saguntina por ser el lugar que sirvió a Anibal de entrada
Año 1905. Fotógrafos: Hoyos y Lita

No es necesario insistir en esto. Los que hayan leído ambas novelas saben á qué atenerse. Pero yo aprovecho la ocasión para declarar lealmente que SÓNNICA es una novela que debe mucho á otro libro. Para escribirla me inspiré en el poema sobre la segunda guerra púnica del poeta latino Silvio Itálico, autor romano del principio de la decadencia, nacido en España. Esto no lo ha dicho ningún crítico, y tal vez no lo habría dicho nunca, pues son contados los que se acuerdan de leer el citado poema. Yo, como he manifestado antes, tuve que repasar mi latín para conocer la obra de Silvio Itálico, y algunos de mis personajes secundarios los he sacado de ella, así como determinadas escenas.

Puerta meridional del Circo saguntino. Año 1905. Fotógrafos: Hoyos y Lita

Dicho poeta no fué contemporáneo de la trágica resistencia de Sagunto, pero la cantó pocos siglos después, pudo conocer todavía frescas las tradiciones orales de famoso suceso, y por ello le seguí con una preferencia especial sobre otros autores de consulta.
También debo decir que como SÓNNICA LA CORTESANA se publicó cuando la novela histórica tenía muchos cultivadores, á consecuencia del gran éxito momentáneo de Quo vadis, del polaco Sienkiewicz, y Afrodita, de Pierre Louis, algunos creyeron que escribí la presente obra por seguir una moda literaria.
Ya he manifestado que esta novela la pensé en mis años de estudiante. Luego vi en ella un complemento de mi obra sobre la tierra natal.

Postal de Sagunto. Año 1908

Había descrito ya la vida valenciana tal como puede verse directamente, y necesité realizar esta excursión por su pasado más remoto. Las promesas entusiásticas hechas en nuestra juventud nos acompañan siempre como un remordimiento si no las cumplimos. Muchas veces, tendido en la playa á la sombra de una barca ó en los cañares que bordean las acequias de la huerta, al ver sobre el azul del horizonte la colina roja de Sagunto y sus baluartes amarillos, prometí á la ciudad heroica que escribiría una novela describiendo su sacrificio... cuando llegase á ser un novelista.
Y cumplí mi palabra.
V. B. I.
1923
Hoy,  la novela «Sonnica la cortesana» se puede leer online:
http://bdh-rd.bne.es/viewer.vm?id=0000048077&page=1
* * 
ANEXO:
En octubre de 1905, Blasco iniciaba en Madrid un nuevo proyecto editorial: la colección titulada La Novela ilustrada. Según se publicitaba en la prensa de la época, la publicación, de cuya dirección literaria está en cargado el conocido novelista Blasco Ibáñez, se propone dar al público obras de los mejores autores españoles contemporáneos junto con otros que serán traducidas por primera vez al español.
La finalidad de este diario es publicar las novelas en tales condiciones de baratura, que estén al alcance a todos los lectores, perdiendo la gran masa popular el gusto por las narraciones disparatadas y tremebundas para solazarse con obras de verdadero arte.
Desde enero de 1906, en la colección «La Novela ilustrada» se comenzaba la publicación de «Sonnica la cortesana» con las ilustraciones realizadas por Losé Pedraza.
A continuación se reproducen las imágenes de aquella publicación:

















lunes, 24 de abril de 2017

LA PARED - lectura dominical

LA PARED
CUENTO VALENCIANO
por VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
Dibujos: Méndez Briga

Siempre que los nietos del tío Rabosa se encontraban con los hijos de la viuda de Casporra en las sendas de la huerta ó en las calles de Campanar, todo el vecindario comentaba el suceso. ¡Se habían mirado! ¡Se insultaban con el gesto!...  Aquello acabaría mal, y el día menos pensado el pueblo sufriría un nuevo disgusto.
El alcalde con los vecinos más notables predicaban paz á los mocetones de las dos familias enemigas, y allá iba el cura, un vejete de Dios, de una casa á otra recomendando el olvido de las ofensas.
Treinta años que los odios de los Rabosas y Casporras traían alborotado á Campanar. 

Casi en las puertas do Valencia, en el risueño pueblecito que desde la orilla del río miraba á la ciudad con los redondos ventanales de su agudo campanario, repetían aquellos bárbaros, con un rencor africano, la historia de luchas y violencias de las grandes familias italianas en la Edad Media.
Habían sido grandes amigos en otro tiempo; sus casas, aunque situadas en distinta calle, lindaban por los corrales, separados únicamente por una tapia baja.
Una noche, por cuestiones de riego, un Casporra tendió en la huerta de un escopetazo á un hijo del tío Rabosa, y el hijo menor de éste, porque no se dijera que en la familia no quedaban hombres, consiguió, después de un mes de acocho, colocarle una bala entre las cejas al matador. 
Desde entonces las dos familias vivieron para exterminarse, pensando más en aprovechar los descuidos del vecino que en el cultivo de las tierras. Escopetazos en medio de la calle; tiros que al anochecer relampagueaban desde el fondo de una acequia ó tras los cañares ó ribazos cuando el odiado enemigo regresaba del campo; alguna vez, un Ribosa ó un Casporra camino del cementerio con una onza de plomo dentro del pellejo, y la sed de venganza sin extinguirse, antes bien extremándose con las nuevas generaciones, pues parecía que en las dos casas los chiquitines salían ya del vientre de sus madres tendiendo las manos a la escopeta para matar a los vecinos.
Después de treinta años de lucha, en casa de los Casporra sólo quedaba una viuda con tres hijos, mocetones que parecían torres de músculos. 

En la otra estaba el tío Rabosa, con sus ochenta años, inmóvil en su sillón de esparto, con las piernas muertas por la parálisis, como un arrugado ídolo de la venganza ante el cual juraban sus dos nietos defender el prestigio de la familia.
Pero los tiempos eran otros. Ya no era posible ir á tiros como sus padres en plena plaza á la salida de misa mayor. La Guardia civil no les perdía de vista; los vecinos les vigilaban, y bastaba que uno de ellos se detuviera algunos minutos en una senda ó en una esquina, para verse al momento rodeado de gente que le aconsejaba la paz. Cansados de esta vigilancia que degeneraba en persecución y se interponía entre ellos como infranqueable obstáculo, Casporras y Rabosas acabaron por no buscarse, y hasta se huían cuando la casualidad les ponía  á frente.

Tal fué su deseo de aislarse y no verse, que les pareció baja la pared que separaba sus corrales. Las gallinas de unos y otros, escalando los montones de leña, fraternizaban en lo alto de las bardas; las mujeres de las dos casas cambiaban desde las ventanas gestos de desprecio. Aquello no podía resistirse; era como vivir en familia, y la viuda de Casporra hizo que sus hijos levantaran la pared una vara. Los vecinos se apresuraron a manifestar su desprecio con piedra y argamasa, y añadieron algunos palmos más a la pared. Y así, en esta muda y repetida manifestación de odio, la pared fue subiendo y subiendo. Ya no se veían las ventanas; poco después no se veían los tejados; las pobres aves de corral estremecíanse en la lúgubre sombra de aquel paredón que las ocultaba parte del cielo, y sus cacareos sonaban tristes y apagados a través de aquel muro, monumento del odio, que parecía amasado con los huesos y la sangre de las víctimas.
Así transcurrió el tiempo para las dos familias, sin agredirse como en otra época, pero sin aproximarse: inmóviles y cristalizadas en su odio.

Una tarde sonaron á rebato las campanas del pueblo. Ardía la casa del tío Rabosa. Los nietos estaban en la huerta; la mujer de uno de éstos en el lavadero, y por las rendijas de puertas y ventanas salía un humo denso de paja quemada. Dentro, en aquel infierno que rugía buscando expansión, estaba el abuelo, el pobre tío Rabosa, inmóvil en su sillón. La nieta se mesaba los cabellos, acusándose como autora de todo por su descuido; la gente arremolinábase en la calle asustada por la fuerza del incendio. Algunos, más valientes, abrieron la puerta, pero fué para retroceder ante la bocanada de denso humo cargada de chispas que se esparció por la calle.
¡El agüelo! ¡ El pobre agüelo! gritaba la de los Rabosas volviendo en vano la mirada en busca de un salvador.
Los asustados vecinos experimentaron el mismo asombro que si hubieran visto el campanario marchando hacía ellos. 


Tres mocetones entraban corriendo en la casa incendiada. Eran los Casporras. Se habían mirado cambiando un guiño de inteligencia, y sin más palabras se arrojaron como salamandras en el enorme brasero. La multitud les aplaudió al verles reaparecer llevando en alto, como á un santo en sus andas, al tío Rabosa en su sillón de esparto. Abandonaron al viejo sin mirarle siquiera, y otra vez adentro.
 — ¡No, no! gritaba la gente.
Pero ellos sonreían siguiendo adelanto. Iban á salvar algo de los intereses de sus enemigos. Si los nietos del tío Rabosa estuvieran allí, ni se habrían movido ellos de casa. Pero sólo se trataba de un pobre viejo al que debían proteger, como hombres de corazón. Y la gente les veía tan pronto en la calle como dentro de la casa, buceando en el humo, sacudiéndose las chispas como inquietos demonios, arrojando muebles y sacos para volver a meterse entre las llamas.
Lanzó un grito la multitud al ver á los dos hermanos mayores sacando al menor en brazos. Un madero, al caer, le había roto una pierna.
— ¡Pronto, una silla!
La gente, en su precipitación, arrancó al viejo Rabosa de su sillón de esparto para sentar al herido.
El muchacho, con el pelo chamuscado y la cara ahumada, sonreía, ocultando los agudos dolores que lo hacían fruncir los labios. Sintió que unas manos trémulas, ásperas con las escamas de la vejez, oprimían las suyas.


¡Fill meu! ¡fill meu! gemía la voz del tío Rabosa, quien se arrastraba hacia él.
Y antes quo el pobre muchacho pudiera evitarlo, el paralítico buscó con su boca desdentada y profunda las manos que tenía agarradas y las besó, las besó un sin número de veces, bañándolas con lágrimas.


Ardió toda la casa. Y cuando los albañiles fueron llamados para construir otra, los nietos del tío Rabosa no les dejaron comenzar por la limpia del terreno cubierto de negros escombros. Antes tenían que hacer un trabajo más urgente: derribar la pared maldita. Y empuñando el pico, ellos dieron los primeros golpes.

Publicado el 26 de agosto de 1899, en la revista Blanco y Negro, numero 434.